José Virgilio Colchero
Pero ¿cómo no querer a Pepe Colchero? Es imposible no querer a Pepe Colchero. Tiene el aspecto de ser incapaz de matar una mosca, de no enterarse de que el mundo es bastante malvado, de que el planeta gira para devorarnos un poco cada día. He dado con él, o quizá contra él, un par de veces la vuelta al mundo en mucho menos de ochenta días. He compartido sus charlas interminables en asientos contiguos a Buenos Aires, a Australia, a Singapur. Hemos experimentado juntos cómo el rey pilotaba un avión, en el que viajábamos, sobre las montañas del Tíbet y él, que todo lo había visto ya un montón de veces, se asomaba a la relativa novedad con ojos de niño: “Yo vengo a poner el termómetro y ver cómo está ahora la temperatura aquí”, decía, y quizá aún dice, al llegar a Beirut, a Estocolmo, a Ginebra, a Rabat, viajero impenitente ahora de la mano de Evelyn, su querida, imprescindible, Evelyn (pero ¿cómo diablos consiguió viajar tantos millones de kilómetros sin ella?). A Pepe Colchero le hicimos muchas putadas los alegres compadres de los viajes de Adolfo Suárez —cuando se inventó aquello del “cuello de botella del estrecho de Ormuz”—, de Felipe González, del rey. De Paco Fernández Ordóñez, inolvidable Paco. Estaban Pepe Oneto, Javier Fernández Arribas, Víctor Steinberg, a veces Pilar Cernuda, y otros que recuerdo y no cito y algunos a los que no cito porque no les recuerdo ahora. Los más frívolos de todos le escondíamos los zapatos que inevitablemente se quitaba para escribir interminables crónicas en el teletipo —artilugio del pleistoceno superior que servía para enviar mensajes al otro lado del mundo—, intentábamos embromarlo diciéndole que habíamos quedado en esquinas inverosímiles de Damasco con Yasir Arafat. Era inútil: ni se desesperaba ante la amenaza de pasar la velada descalzo, ni se creyó jamás ninguna de nuestras “cuchufletas”, aunque algún colega más joven sí que picó ocasionalmente y acudió a las inexistentes citas con el líder palestino. Pepe no bebía, ni se iba de farra, ni trataba de ligar con las compañeras, ni arriesgaba en apuestas informativas que no tuviese muy bien consolidadas; demasiada experiencia. Era uno de esos tipos íntegros, con el disco duro lleno, capaz de explicarte la genealogía de aquel encargado de la gasolinera a la salida de Bagdad o las preferencias en martinis de Giulio Andreotti (suponiendo, claro, que el viejo carroza alguna vez se haya tomado un Martini). Cierto, a veces cometíamos la insensatez de no escucharlo, de cansarnos con su memoria de enciclopedia británica: un error más, propio de lo que Alberto Míguez, otro que tal, llamaba, con mucha coña, “bazofia reporteril”. Ahora Míguez ya no está, y la alegre muchachada se ha dispersado, y los nuevos no son, nunca lo son, lo mismo. Yo creo que casi nadie sabía más que Colcherito, que siempre había pateado ya lo que otros recorríamos por primera vez. Ahora, todos saben, sabemos, menos. Luego nos dijeron que se había retirado algo, que había estado algo enfermo. Los periódicos ya no son lo que eran y muchos de nosotros nos habíamos dispersado, en pos de aventuras informativas diversas. Ya nunca iba a ser lo mismo, ni nosotros íbamos a ser los mismos, ni estaban Pacordóñez, ni Adolfo, ni siquiera Felipe, que tanto nos reñía cuando le preguntábamos por la corrupción o por los GAL. Y sí, Pepe era más bien felipista y a mucha honra, era más bien de los “progres”. Yo creo, bienaventurado, que jamás dejó de ser, de alguna manera, un niño, porque jamás perdió la inocencia. Y con ojos de niño cultísimo recorrió, ya te digo, el mundo entero una, dos, tres, cuatro veces. Cómo no querer, ya te digo, a Pepe Colchero. Fernando Jáuregui